NEOLIBERALISMO Y MIEDO
"LA INDUSTRIA DEL MIEDO"
Inseparable
de la condición humana en todo tiempo y lugar, el miedo adopta en
nuestros días rostros inéditos, que se añaden a los que históricamente
–por mor de guerras, coerción, epidemias o penurias– han afligido a los
sujetos. El mundo posmoderno y globalizado ha sido descrito por Ulrich
Beck como una sociedad del riesgo donde se esfuman los valores,
patrimonios y certezas que hasta hace poco parecían intocables; y donde
“todo lo que es sólido se desvanece en el aire”, en lúcida profecía de
Karl Marx. Una época desazonante e imprevisible, en vertiginosa
aceleración, en la que cada quien se siente huérfano de las
presuntamente fiables cartografías tradicionales –sean añejas o
modernas–, y se enfrenta a la quiebra de lo dado por garantizado,
fenómeno que halla su más nítido ejemplo en la actual demolición del
Estado del Bienestar y de su acervo de provisiones y derechos.
La colosal mutación en curso está poniendo patas arriba el statu quo que
cuajó tras la Segunda Guerra Mundial, y sus derivas de fondo
–económicas, políticas, tecnológicas, ideológicas– están precipitando
convulsiones que la ciudadanía encara con manifiesto desnorte y
desasosiego. A la fractura de su confianza en las instituciones y procederes vigentes, palpable en su creciente inhibición respecto de la res pública y en el deterioro de la praxis democrática, se agrega lo que Richard Sennet ha llamado corrosión del carácter,
un debilitamiento psíquico y moral alentado por la precariedad laboral,
cívica y legal en que se desenvuelve su existencia, abrumada por
múltiples amenazas. Sólo en parte superados o mitigados por la ciencia y
sus frutos, los sempiternos miedos –a la desolación y la enfermedad, a
la muerte y la indefensión– hallan hoy renovadas causas y fuentes,
inducidas por un neocapitalismo depredador que socializa las pérdidas y
privatiza las ganancias, y que tiende a hacer de cada cual una simple
biela de ese complejo global de dominio sobre los tiempos y los
territorios, las mentes y los cuerpos que Toni Negri y Michael Hardt han
dado en llamar imperio.
Cierto
es que a los seres humanos siempre nos aqueja un miedo basal, derivado
de la finitud y la contingencia, la necesidad y la escasez que nos son
propias. Y que inevitablemente devanamos un presente incierto, un ahora
sucesivo cuyas ausencias debemos poblar a cualquier trance: las del
pasado que sin remedio se fue, retejido en un a menudo engañoso encaje
de memoria y olvido; y sobre todo las del futuro, que es entera
incerteza. De ahí que sin cesar recurramos a un variopinto abanico de
simbolismos, movidos por la esperanza de conjurar las turbaciones que
suscita nuestra condición indigente y ambigua. Navegantes en la bruma,
somos animales simbólicos, según la feliz expresión de Ernst
Cassirer, y sólo mediante las distintas formas de simbolización –el
lenguaje y el mito, la religión y el arte, la ciencia y el rito–
colmamos de plausible sentido las carencias que nos constituyen.
También
es verdad, no obstante, que los muchos semblantes que en cada época
adopta el miedo consienten sofisticadas manipulaciones de los poderes
genuinos, llámense terrenales o espirituales. Y que su promoción y
gestión –modelando la memoria y la imaginación– son objeto de atención
prioritaria por parte de las instituciones y dispositivos que detentan
lo que Foucault llamó biopoder, un sutil e insidioso sistema de
dominio que aspira a regular todos los estratos y magnitudes de la vida
pública, privada e incluso íntima: desde los grandes flujos dinerarios
hasta los lances y trances del escenario partidista; desde los discursos
e imaginarios que propalan los media hasta los modos
supuestamente singulares en que los sujetos cultivan sus opciones y
estilos, el vidrioso aunque crucial ámbito de la identidad y la libertad
mismas.
El
miedo no es hoy sólo, pues, un rasgo cardinal de la especie, sino una
auténtica industria que rinde pingües beneficios a los verdaderos y cada
vez más impunes rectores del mundo, ésos que –como el amo de El castillo de Kafka– manejan los hilos de la seductora teatrocracia
desde sus cuasi inaccesibles bambalinas, amparados por la degradación
ética y pedagógica, la mojiganga partidista y la complicidad de
demasiados ciudadanos. Las agencias e instancias que de consuno
sostienen el espectacular, estetizado y risueño imperio global son
proclives a fomentar temores cuyo alcance y hondura suelen rebasar las
realidades que los inspiran –así la xenofobia o el manoseado terrorismo–,
y también a inventar aprensiones basadas en muy rentables falacias –así
las que sacralizan las identidades, demonizan la alteridad o rinden
culto estulto al cuerpo. Simbolismos de la amenaza, en suma, que hoy hacen de la continua apelación a los quiméricos “mercados”
su espantajo más falaz y letal: un ubicuo, omnisciente fantasma carente
de responsabilidad y faz, mistérico oráculo capaz de regir los destinos
comunes sin atenerse a principio alguno ni rendir cuentas a nadie.
Iglesias, estados, corporaciones y poderes fácticos de todo pelaje hacen
del miedo un formidable negocio, y de sus abundantes réditos, un
temible, avasallador subterfugio para lograr la anuencia o el
acatamiento de las amedrentadas mayorías, una diabólica arma de sumisión
en tiempos de ceguera y crisis.
Rescatado de http://lluisduch-albertchillon.blogspot.com.es/2011/02/la-industria-del-miedo.html